La invención del ajedrez se ha atribuído a los indúes,
árabes, persas, egipcios, babilonios, chinos, griegos, romanos, judíos,
araucanos, castellanos, irlandeses, italianos y galos, entre otros. Las lagunas
históricas acerca de su origen contribuyeron al florecimiento de diversas leyendas,
y entre ellas, podemos destacar la del joven Lahur Sissa.
Este personaje era un pobre y modesto brahmán (miembro de
una casta sacerdotal indú que reconoce a Brahma como su Dios) que vivió hace
muchos siglos en la provincia de Taligana, al norte de la India, en el continente
asiático.
En aquellas lejanas tierras gobernaba un magnánimo Rey
llamada Iadava. Cierto día las huestes del aventurero Varangul invadieron el
reino, desatándose una cruenta guerra. Iadava, que era un excelente estratega,
derrotó a sus enemigos en los campos de Dacsina, ya que en el fragor de la
lucha perdió a su hijo, el príncipe Adjamir.
Este incidente lo abatió profundamente y se pasó los días
subsiguientes encerrado en Palacio reproduciendo, en una gran caja de arena,
las alternativas del combate donde perdió al único heredero de la dinastía;
Los sacerdotes elevaban sus plegarias y de todas partes
llegaban obsequios y diversiones para tratar de sacar al rey de su aflicción;
mas todo parecía en vano.
Algún tiempo después, un inesperado visitante llegó al
Palacio solicitando una audiencia con el Rey. Al interrogársele sobre el motivo
de su petición, el joven se identificó como Lahur Sissa y había viajado durante
treinta días desde la aldea de Namir, para entregarle a Su Majestad un modesto
presente que lo sacaría de su tristeza, le brindaría distracción y abriría en
su corazón grandes alegrías.
Iadava al enterarse de las intenciones del desconocido
ordenó que lo hicieran pasar de inmediato. Sissa presentó al Monarca un gran
tablero dividido en 64 cuadritos y sobre este colocó dos colecciones de
diferentes piezas. Le enseñó pacientemente al rey, los ministros y los
cortesanos de la Corte
la índole del juego y las reglas fundamentales:
- Cada uno de los jugadores dispone de ocho piezas pequeñitas,
llamadas Peones. Representan la infantería que avanza sobre el enemigo para
dispersarlo. Secundando la acción de los peones vienen los Elefantes de guerra (las
torres), representados por piezas mayores y más poderosas; la Caballería,
indispensable en el combate, aparece igualmente en el juego, simbolizada por
dos piezas que pueden saltar como dos corceles sobre las otras, y para
intensificar el ataque se incluyen -representando a los guerreros nobles y de
prestigio-los dos Visires (alfiles) del Rey. Otra pieza dotada de amplios
movimientos, más eficiente y poderosa que las demás, representará el espíritu
patriótico del pueblo y será llamada la Reina [la dama]. Completa la colección una
pieza que aislada poco vale, pero que amparada por las otras se torna muy
fuerte: es el Rey.
En pocas horas el Soberano comenzó a jugar fascinado por el
nuevo pasatiempo, consiguiendo derrotar a varios miembros de su Corte en
partidas que se desenvolvían impecablemente sobre el tablero.
En determinado momento el Rey hizo notar, con gran sorpresa,
que la posición de las piezas, por las combinaciones resultantes de diversos
lances, parecía reproducir exactamente la batalla de Dacsina. Intervino
entonces Sissa para decirle:
- Piensa que para el triunfo es imprescindible que
sacrifiques a este Visir (alfil), pero te has empeñado inutilmente,
Señor, en defenderlo y conservarlo.
Con esta aguda observación el Monarca comprendió que en
ciertas circunstancia, la muerte de un Príncipe es una fatalidad que puede
conducir a la libertad y la paz de un pueblo.
- Quiero recompensarte por este magnífico obsequio -dijo
el Rey-.
- Mi mayor premio es haber recobrado la felicidad de
Vuestra Majestad -respondió Sissa-
- Me asombra tu humildad y el desprecio por las cosas
materiales, pero exijo que selecciones, sin demora, una retribución digna de
tan valioso regalo. ¿Quieres una bolsa llena de oro?, ¿Deseas un arca llena de
joyas?, ¿Pensaste en poseer un Palacio?, ¿Aspiras a la administración de una
provincia?. Aguardo tu respuesta, ya que mi palabra está ligada a una promesa.
- Aprecio vuestra generosidad, Majestad, y como obediente
súbdito me veo en la obligación de escoger; pero no deseo joyas, ni tierras, ni
palacios. Deseo que me recompenses con granos de trigo, los cuales deberán ser
colocados en el tablero, de la siguiente forma: un grano por la primera
casilla, dos para la segunda, cuatro para la tercera, ocho para la cuarta y así
duplicando sucesivamente hasta la última casilla.
Iadava, al oir el extraño e ínfimo pedido del joven, lanzó
una sonora carcajada y, tras burlarse de su modestia, ordenó que se le diera lo
que había solicitado. Al cabo de algunas horas los algebristas más hábiles del
reino le informaron al Soberano que se necesitarían:
18.446.744.073.709.551.615 granos de trigo!!
Concluyeron los algebristas y geómetras más sabios, que la
cantidad de trigo que debe entregarse a Lahur Sissa equivalía a una montaña que
teniendo como base la ciudad de Taligana, fuese 100 veces más alta que el
Himalaya. La India
entera, sembrados todos sus campos y destruídas todas sus ciudades, no bastaría
para producir durante un siglo la cantidad de granos calculada.
El Rey y su Corte quedaron estupefactos ante los cálculos
estimados. Por primera vez el Soberano de Taligana se veía en la imposibilidad
de cumplir una promesa. Acto seguido, Sissa renunció públicamente a su pedido y
llamó la atención del Monarca con estas palabras:
- Los hombres más precavidos eluden, no sólo la
apariencia engañosa de los números, sino también la falsa modestia de los
ambiciosos (...). Infeliz de aquel que toma sobre sus hombros los compromisos
de honor por una deuda cuya magnitud no puede valorar por sus propios medios.
Más previsor es el que mucho pondera y poco promete.
Estas inesperadas y sabias palabras quedaron profundamente
grabadas en el espíritu del Rey. Olvidando la montaña de trigo que, sin querer,
prometiera al joven brahmán, lo nombró su Primer Ministro. Cuenta la leyenda
que Sissa orientó a su Rey con sabios y prudentes consejos y, distrayéndolo con
ingeniosas partidas de ajedrez, prestó los más grandes servicios a su pueblo.